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Observatorio de Relaciones Internacionales y Derechos Humanos

30-10-2024

Una voz libre desde prisión: El disidente ruso Alexei Navalny ha dejado un testimonio valiente y esclarecedor

Navalny vivió frente, y a la vez del otro lado del mal. Frente, porque debió confrontarlo para impulsar sus aspiraciones y fue superado por su gran ejecutor ruso, Vladimir Putin. Al otro lado, porque logró construir una barrera de resistencia, basada en el distanciamiento, la objetivación y el rescate de la vida diaria, aunque en las peores condiciones.
Por Eduardo Ulibarri

Cuando la maldad se vuelve un ejercicio cotidiano pierde su carácter excepcional. Los victimarios la incorporan a una rutina que, por reiteración, la normaliza. Las víctimas intentan diluirla en los pequeños detalles de la supervivencia, u objetivarla, con distancia emocional, para intentar soportarla, superar su perversidad y mantener un mínimo de salud mental; también, de esperanza.

En sus reflexivas crónicas sobre el juicio al criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, publicadas por la revista New Yorker en febrero de 1963, y luego convertidas en libro como Eichmann en Jerusalén, la filósofa alemana Hannah Arendt se preguntó cómo era posible que alguien responsable de tantas atrocidades se considerara y declarara inocente.

La elaboración de su respuesta requirió miles de palabras y meses de reflexión, pero Arendt fue capaz de resumirla como “la lección de la terrible banalidad del mal, ante la cual las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”.

El húngaro Imre Kertész, Nobel de literatura en el 2002, relata en su novela Sin destino la precaria supervivencia de un joven judío en los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald. Su vida, reflejo autobiográfico, trascurre entre los horrores que lo envuelven, pero también en medio del aburrimiento, la rutina y un “orden temporal” que, si no existiese, “quizá nuestra mente y nuestro corazón no lo aguantarían”.

Y cuando, al fin, convaleciente en una enfermería, le llega la noticia de su liberación, reflexiona: “Yo estaba, por supuesto, muy contento de que fuéramos libres, pero no podría olvidar que el día anterior no había ocurrido nada por el estilo pero teníamos sopa”. Es el acicate de lo cotidiano como instrumento de supervivencia.

Retumbos de hoy. Hace pocos días, el leer, precisamente en el New Yorker, fragmentos de las memorias del disidente ruso Alexei Navalny, retumbaron en mi mente los textos de Arendt y Kertész.

Volví a ellos para entender mejor cómo Navalny, confinado al final de su trayecto en una aislada prisión del círculo ártico, logró sobrevivir con rectitud no solo a las crecientes limitaciones físicas y torturas psicológicas de que fue víctima, sino también a la certeza de lo que al fin ocurrió: su muerte sin testigos el 16 de febrero de este año, tan confusa que solo se explica como un crimen de Estado.

Recientemente apareció como libro la versión completa de su relato, titulado Patriota, compilado por su esposa Yulia y con ediciones en 12 idiomas.

Navalny escribió casi dos tercios del contenido mientras convalecía en Alemania, tras sobrevivir un intento de asesinato por envenenamiento en Rusia. La otra logró filtrarla, mediante textos cada vez más breves y dispersos, desde las cárceles en las que fue recluido tras su regreso a Moscú, en enero del 2021. Fueron algunos de ellos los que publicó la revista neoyorkina, y los que cito en traducción libre.

Lúcida resistencia. La lucidez que revela Navalny es reflejo de indudable inteligencia, pero también instrumento de resistencia:

“Supe desde el principio que estaría encerrado de por vida, ya fuera por el resto de mi vida o hasta el fin de la vida del régimen”, escribe el 22 de marzo del 2022.

“Decidí desde el comienzo –añade-- que si iba a ser liberado como resultado de presiones o de un escenario político, eso ocurriría en los primeros seis meses de mi arresto, ´mientras el hierro estaba caliente´. Y que si no ocurría así, quedaría sumergido por el futuro predecible”. Así ocurrió.

Esta fatalidad, perfilada con ejemplar sobriedad emocional, se mezcla en los textos con descripciones precisas de sus condiciones, las sensaciones que lo asaltan, las limitaciones y torturas que padece, los esfuerzos por quebrar su voluntad de resistencia, los espacios físicos cada vez más reducidos y el seguimiento de las arbitrarias sentencias que se acumulan en su contra.

Es Navalny como un observador que toma distancia de su realidad y, al hacerlo, mediante detalles y atisbos cotidianos, la hace más tolerable. A este ejercicio se refirió Kertész, casi tres décadas atrás, en el ensayo Un instante de silencio en el paredón. En él define el “derecho a la objetivación” como “un privilegio, hasta podría decirse: un poder”. Navalny lo ejerció a plenitud.

Sus “técnicas” para mantenerse en pie mental, porque el físico a veces flaquea, parten de agudas, y a veces asépticas, percepciones sobre la condición humana, que proyecta hacia sí mismo:

“Imagina lo peor que pueda pasar y acéptalo. Funciona, aunque sea un ejercicio masoquista”.

“Lo importante es no atormentarte con enojo, odio o fantasías de venganza, sino moverte instantáneamente a la aceptación”.

También recomienda la religión como reducto de resistencia. “¿Eres un discípulo de la religión cuyo fundador se sacrificó a sí mismo por otros, pagando el precio por sus pecados? –se interroga-- ¿Crees en la inmortalidad del alma y el resto de esos asuntos? Si puedes responder honestamente que sí, ¿de qué preocuparte?”.

El 4 de junio del 2023, día de su cumpleaños, se pregunta: “¿Estoy realmente de buen ánimo, o me fuerzo a mí mismo para sentirme así? Mi respuesta es, realmente estoy así”.

Sin embargo, confiesa cuánto extraña a su familia y seres queridos. “Yulia, mis hijos, mis padres, mi hermano. Echo de menos a mis amigos, mis colegas, nuestras oficinas y mi trabajo. A todos los extraño terriblemente”.

La esperanza. Navalny se muestra convencido de que “el día vendrá en que hablar la verdad y promover la justicia serán comunes, no peligrosos, en Rusia”; entre tanto, “percibo mi situación no como un gran peso o un yugo, sino como un trabajo que necesita hacerse”.

En su última entrada, el 17 de enero del 2024, abunda sobre la idea: “Sucede que en Rusia, para defender el derecho a tener y no ocultar tus convicciones, debes pagar sentándote en una celda solitaria. Por supuesto que no me gusta estar aquí. Pero no renunciaré a ninguna de mis ideas ni a mi patria”.

Navalny vivió frente, y a la vez del otro lado del mal. Frente, porque debió confrontarlo para impulsar sus aspiraciones y fue superado por su gran ejecutor ruso, Vladimir Putin. Al otro lado, porque logró construir una barrera de resistencia, basada en el distanciamiento, la objetivación y el rescate de la vida diaria, aunque en las peores condiciones.

Putin es, en otro contexto, reflejo del Eichmann descrito por Arendt; Navalny, del personaje perfilado por Kertész en Sin destino. Pero la ejemplar manera en que logró encapsular su sufrimiento para resistir la funesta maquinaria del régimen, no esconde su otra condición: la de líder, héroe y representante de tantos otros rusos que, como él, desean un país justo, libre y próspero.

Su voz de prisionero fue una voz de libertad.

Eduardo Ulibarri
Eduardo Ulibarri
Consejero Académico
Catedrático universitario y columnista del diario La Nación, de Costa Rica, del cual fue director entre 1982 y 2003. Entre agosto de 2010 y junio de 2014 sirvió como embajador y representante permanente de Costa Rica ante las Naciones Unidas. Autor de libros sobre periodismo y temas de actualidad, es catedrático en la Escuela de Ciencias de la Comunicación Colectiva de la Universidad de Costa Rica. Fue presidente del Instituto de Prensa y Libertad de Expresión (IPLEX) entre 2005 y 2010; presidente de la Comisión de Libertad de Prensa de la Sociedad Interamericana de Prensa (1991-1994), y miembro de la directiva (1989-2002) y del consejo consultivo (desde 2002) del International Center for Journalists, Washington, D.C. Actualmente forma parte de la junta directiva de Aldesa Corporación de Inversiones y es miembro del Comité de Programas de la Fundación CRUSA. Ha recibido la Medalla por Servicios Distinguidos en Periodismo de la Universidad de Missouri, en 1989; el premio María Moors Cabot, de la Universidad de Columbia (Nueva York), en 1996, y el Premio Nacional de Periodismo de Costa Rica, en 1999. Estudió en las universidades de Costa Rica (licenciatura en Comunicación, 1974), Missouri (maestría en Periodismo, 1976) y Harvard (Niemann Fellow, 1988).
 
 
 

 
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