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Monitoreo de la gobernabilidad democrática
Zuckerberg sin máscara
El líder de Facebook, Instagram y Threads se ha plegado por conveniencia a los designios de Trump.Por Eduardo Ulibarri
A Mark Zuckerberg, principal propietario de Meta, sombrilla corporativa de las redes sociales Facebook, Instagram y Threads (y también de WhatsApp), le gusta presentarse como un visionario empeñado en mejorar la sociedad desde la tecnología.
La capacidad innovadora y enorme éxito de sus plataformas digitales son indudables. Sin embargo, su dinámica empresarial dista mucho del discurso. Lo ha demostrado en semanas recientes.
En esto coincide con otros “amos del universo” de Silicon Valley, como los emprendedores y meganiversores Mark Andresseen y Peter Thiel; Sam Altman, de OpenAI, o el inevitable Elon Musk, el hombre más rico del mundo y cercano “compa” del próximo más poderoso: Donald Trump.
Su evangelio. Todos, de distintas formas, predican un evangelio de tecno-utopías salvadoras; también, deterministas. Atribuyen a sus creaciones, herramientas y plataformas un impulso irrefrenable. Gracias al avance de estos instrumentos –postulan-- harán que las vidas de todos mejoren en progresión ineludible. Intentar canalizarlos o acotarlos sería inútil; también, dañino para el bienestar colectivo.
El 16 de octubre del 2023, Andressen publicó un “Manifiesto tecno-optimista” que expone con arrogante claridad la línea central de esta prédica: “Dennos un problema mundial real y podremos inventar la tecnología para solventarlo”, reza una de sus hipérboles.
El corolario de la frase, y de otras incluidas en el documento, es claro; también, conveniente para los intereses mercantiles del autor y colegas: sus iniciativas deben desarrollarse y florecer sin lo que consideran engorrosas regulaciones, indebidos controles, enquistadas burocracias o molestos políticos. Por esto, han presentado al Estado como un obstáculo.
Si para cualquier problema, de cualquier índole, existe una solución tecnológica solo accesible a un puñado de iluminados, ¿qué sentido tiene tomar en cuenta, al abordarlos, la filosofía, la ética, la política, el derecho, la dinámica social, las variables económicas, las instituciones públicas o el genio artístico? ¿Por qué, en su lugar, no abrir las puertas de par en par al Prometeo desencadenado de sus grandes tecno-corporaciones?
Otros impulsos. Por ninguna parte de esta retórica asoman, como impulsos, aspectos tan evidentes como el afán de lucro, el ímpetu de demoler competidores o el deseo de controlar mercados. Tampoco se menciona la importancia del Estado de derecho, se aplauden las subvenciones públicas a la educación, las ciencias básicas o las tecnologías de punta, que explican múltiples aplicaciones y prósperas empresas tecnológicas.
Todos estos son elementos esenciales de los ecosistemas de innovación y desarrollo típicos del capitalismo avanzado. Para coexistir con la democracia y alimentarse mutuamente, requieren del apoyo o la contención estatal, según sea el caso.
A partir de este supuesto, la Unión Europea, Australia y Canadá han optado por políticas públicas destinadas a buscar el mejor modelo regulatorio posible de la inteligencia artificial y las plataformas digitales, con balance entre innovación tecnológica, lógica empresarial e intereses ciudadanos. Esto incluye la moderación de los contenidos y la contención de los ímpetus monopólicos.
En Estados Unidos, la regulación pública de contenidos no existe; es una función que se ha dejado a las empresas, en ejercicio de las libertades de expresión y comercio tuteladas por la Constitución.
El Ejecutivo, sin embargo, posee posibilidades de acción mediante litigios desde el Departamento de Justicia o sus agencias especializadas; los protocolos y estándares técnicos que estas emiten; las directrices de acatamiento obligatorio para el gobierno federal; y las decisiones administrativas que faciliten o entorpezcan iniciativas de negocio.
Esto otorga al gobierno fuentes de poder discrecional. Nunca han sido utilizadas hasta ahora como instrumento de presión política contra medios o plataformas, pero Trump está dispuesto a hacerlo. Y si bien las acciones arbitrarias pueden frenarse en los tribunales, basta con su anuncio y las presiones políticas para que el daño sea inmediato y severo.
Yo, el supremo. El mensaje y acciones iniciales del presidente electo han sido claros: sigan mis dictados y serán recompensados; interpónganse en mi camino o despierten mi enojo y serán castigados.
Elon Musk, visionario en muchos ámbitos, hizo un buen diagnóstico y optó por encabezar el cortejo desde la campaña electoral, con irrestricto apoyo monetario y mediático a Trump. Tras el triunfo, su primer rédito fue la enorme apreciación en bolsa de varias de sus empresas, en particular la automotriz Tesla; ahora se apresta a multiplicar jugosos contratos gubernamentales para otras, como SpaceX y StarLink; y ha convertido la red social X en megáfono del trumpismo y vocera global del extremismo intervencionista.
Zuckerberg tardó en sumarse a la manada, y lo ha hecho de la peor manera: doblegándose sin decoro ante el próximo mandatario imperial.
Claro que partió de un mal comienzo: la malquerencia de Trump desde que, en enero de 2021, Facebook e Instagram le cancelaron sus cuentas por desconocer el resultado electoral y atizar el ataque al Capitolio para impedir que el triunfo de Biden fuera certificado. A raíz de esto lo calificó como “enemigo público” y amenazó con encarcelarlo si pretendía “conspirar” en su contra.
Pero los extremos a que ha llegado, además de oportunistas y humillantes, tienen muy pocos precedentes en la historia empresarial de Estados Unidos; ni qué decir en el ámbito de la comunicación. Por supuesto, echan por la borda –al igual que lo ha hecho Musk— su discurso falsamente iluminista.
Ya no se trata solo de utilizar al Estado, como nunca han dejado de hacer cuando les ha convenido, sino plegarse y hasta aplaudir la arbitrariedad anunciada por Trump.
La gran entrega. Esto explica su decisión, hecha pública el 6 de este mes, de eliminar la moderación o verificación de contenidos en Facebook, Instagram y Threads por parte de terceros, como hasta ahora, y su sustitución, como supuesto control, por “notas comunitarias” voluntarias, al igual que Musk decidió hacer en X.
Nadie duda de que la medida reducirá la capacidad de evitar mentiras, insultos y desinformación en esas redes.
En el vídeo con su anuncio, Zuckerberg se apropió de la retórica de Trump: “Los gobiernos y los medios tradicionales (legacy media) nos han empujado a censurar más y más”, dijo, pero “ahora tenemos la oportunidad de restaurar la libertad de expresión”. En realidad, nunca ha sido limitada, y si muchos de los mensajes eliminados por los verificadores que provinieron de las tribus republicanas extremas, se debe a que estas son las principales difusoras de falsedades y teorías conspirativas. Ahora tendrán, casi, vía libre y podrán amplificar a su antojo mensajes de división y odio.
Zuckerberg dijo, además, que eliminarán cualquier restricción a los mensajes sobre migración y temas de género. Y reconoció, con inusitada candidez, dos cosas:
1. Que “las últimas elecciones han sido un punto de inflexión cultural”; es decir, si cambian los vientos y los detentadores de poder cambiamos yo y mis empresas.
2. Que trabajará con Trump para “contrarrestar a los gobiernos alrededor del mundo que presionan por mayor censura”. Es un disparo directo contra la Unión Europea y un anuncio de que intentará utilizar el poder el gobierno estadounidense para impulsar sin fronteras sus intereses comerciales.
Previo a su entrega pública por conveniencia, Zuckerberg peregrinó hasta la residencia de Trump en Florida y almorzaron juntos el 27 de noviembre. El 12 de diciembre reveló la donación de un millón de dólares para su toma de posesión (decenas de otros empresarios también lo han hecho). El 2 de enero nombró a Joe Kaplan, conspicuo ejecutivo republicano, como director de política global de Meta, en sustitución del político liberal británico Nick Clegg. Cuatro días después, incorporó a su junta directiva a Dana White, un cercano de Trump.
Estos hechos se han encargado de demoler el mensaje tecno-redentor de Zuckerberg; también, las loas libertarias de muchos de sus pares. El Estado les estorba, excepto si lo necesitan para impulsar sus negocios. Pero la realidad es aún peor: no se trata solo de allanarse al poder estatal, como todo ciudadano debe hacerlo, sino a los ímpetus arbitrarios de un presidente dispuesto a utilizar al máximo de su poder discrecional.
La frontera traspasada es en extremo peligrosa. Al menos, las máscaras han caído.
Eduardo UlibarriConsejero AcadémicoCatedrático universitario y columnista del diario La Nación, de Costa Rica, del cual fue director entre 1982 y 2003. Entre agosto de 2010 y junio de 2014 sirvió como embajador y representante permanente de Costa Rica ante las Naciones Unidas. Autor de libros sobre periodismo y temas de actualidad, es catedrático en la Escuela de Ciencias de la Comunicación Colectiva de la Universidad de Costa Rica. Fue presidente del Instituto de Prensa y Libertad de Expresión (IPLEX) entre 2005 y 2010; presidente de la Comisión de Libertad de Prensa de la Sociedad Interamericana de Prensa (1991-1994), y miembro de la directiva (1989-2002) y del consejo consultivo (desde 2002) del International Center for Journalists, Washington, D.C. Actualmente forma parte de la junta directiva de Aldesa Corporación de Inversiones y es miembro del Comité de Programas de la Fundación CRUSA. Ha recibido la Medalla por Servicios Distinguidos en Periodismo de la Universidad de Missouri, en 1989; el premio María Moors Cabot, de la Universidad de Columbia (Nueva York), en 1996, y el Premio Nacional de Periodismo de Costa Rica, en 1999. Estudió en las universidades de Costa Rica (licenciatura en Comunicación, 1974), Missouri (maestría en Periodismo, 1976) y Harvard (Niemann Fellow, 1988).
A Mark Zuckerberg, principal propietario de Meta, sombrilla corporativa de las redes sociales Facebook, Instagram y Threads (y también de WhatsApp), le gusta presentarse como un visionario empeñado en mejorar la sociedad desde la tecnología.
La capacidad innovadora y enorme éxito de sus plataformas digitales son indudables. Sin embargo, su dinámica empresarial dista mucho del discurso. Lo ha demostrado en semanas recientes.
En esto coincide con otros “amos del universo” de Silicon Valley, como los emprendedores y meganiversores Mark Andresseen y Peter Thiel; Sam Altman, de OpenAI, o el inevitable Elon Musk, el hombre más rico del mundo y cercano “compa” del próximo más poderoso: Donald Trump.
Su evangelio. Todos, de distintas formas, predican un evangelio de tecno-utopías salvadoras; también, deterministas. Atribuyen a sus creaciones, herramientas y plataformas un impulso irrefrenable. Gracias al avance de estos instrumentos –postulan-- harán que las vidas de todos mejoren en progresión ineludible. Intentar canalizarlos o acotarlos sería inútil; también, dañino para el bienestar colectivo.
El 16 de octubre del 2023, Andressen publicó un “Manifiesto tecno-optimista” que expone con arrogante claridad la línea central de esta prédica: “Dennos un problema mundial real y podremos inventar la tecnología para solventarlo”, reza una de sus hipérboles.
El corolario de la frase, y de otras incluidas en el documento, es claro; también, conveniente para los intereses mercantiles del autor y colegas: sus iniciativas deben desarrollarse y florecer sin lo que consideran engorrosas regulaciones, indebidos controles, enquistadas burocracias o molestos políticos. Por esto, han presentado al Estado como un obstáculo.
Si para cualquier problema, de cualquier índole, existe una solución tecnológica solo accesible a un puñado de iluminados, ¿qué sentido tiene tomar en cuenta, al abordarlos, la filosofía, la ética, la política, el derecho, la dinámica social, las variables económicas, las instituciones públicas o el genio artístico? ¿Por qué, en su lugar, no abrir las puertas de par en par al Prometeo desencadenado de sus grandes tecno-corporaciones?
Otros impulsos. Por ninguna parte de esta retórica asoman, como impulsos, aspectos tan evidentes como el afán de lucro, el ímpetu de demoler competidores o el deseo de controlar mercados. Tampoco se menciona la importancia del Estado de derecho, se aplauden las subvenciones públicas a la educación, las ciencias básicas o las tecnologías de punta, que explican múltiples aplicaciones y prósperas empresas tecnológicas.
Todos estos son elementos esenciales de los ecosistemas de innovación y desarrollo típicos del capitalismo avanzado. Para coexistir con la democracia y alimentarse mutuamente, requieren del apoyo o la contención estatal, según sea el caso.
A partir de este supuesto, la Unión Europea, Australia y Canadá han optado por políticas públicas destinadas a buscar el mejor modelo regulatorio posible de la inteligencia artificial y las plataformas digitales, con balance entre innovación tecnológica, lógica empresarial e intereses ciudadanos. Esto incluye la moderación de los contenidos y la contención de los ímpetus monopólicos.
En Estados Unidos, la regulación pública de contenidos no existe; es una función que se ha dejado a las empresas, en ejercicio de las libertades de expresión y comercio tuteladas por la Constitución.
El Ejecutivo, sin embargo, posee posibilidades de acción mediante litigios desde el Departamento de Justicia o sus agencias especializadas; los protocolos y estándares técnicos que estas emiten; las directrices de acatamiento obligatorio para el gobierno federal; y las decisiones administrativas que faciliten o entorpezcan iniciativas de negocio.
Esto otorga al gobierno fuentes de poder discrecional. Nunca han sido utilizadas hasta ahora como instrumento de presión política contra medios o plataformas, pero Trump está dispuesto a hacerlo. Y si bien las acciones arbitrarias pueden frenarse en los tribunales, basta con su anuncio y las presiones políticas para que el daño sea inmediato y severo.
Yo, el supremo. El mensaje y acciones iniciales del presidente electo han sido claros: sigan mis dictados y serán recompensados; interpónganse en mi camino o despierten mi enojo y serán castigados.
Elon Musk, visionario en muchos ámbitos, hizo un buen diagnóstico y optó por encabezar el cortejo desde la campaña electoral, con irrestricto apoyo monetario y mediático a Trump. Tras el triunfo, su primer rédito fue la enorme apreciación en bolsa de varias de sus empresas, en particular la automotriz Tesla; ahora se apresta a multiplicar jugosos contratos gubernamentales para otras, como SpaceX y StarLink; y ha convertido la red social X en megáfono del trumpismo y vocera global del extremismo intervencionista.
Zuckerberg tardó en sumarse a la manada, y lo ha hecho de la peor manera: doblegándose sin decoro ante el próximo mandatario imperial.
Claro que partió de un mal comienzo: la malquerencia de Trump desde que, en enero de 2021, Facebook e Instagram le cancelaron sus cuentas por desconocer el resultado electoral y atizar el ataque al Capitolio para impedir que el triunfo de Biden fuera certificado. A raíz de esto lo calificó como “enemigo público” y amenazó con encarcelarlo si pretendía “conspirar” en su contra.
Pero los extremos a que ha llegado, además de oportunistas y humillantes, tienen muy pocos precedentes en la historia empresarial de Estados Unidos; ni qué decir en el ámbito de la comunicación. Por supuesto, echan por la borda –al igual que lo ha hecho Musk— su discurso falsamente iluminista.
Ya no se trata solo de utilizar al Estado, como nunca han dejado de hacer cuando les ha convenido, sino plegarse y hasta aplaudir la arbitrariedad anunciada por Trump.
La gran entrega. Esto explica su decisión, hecha pública el 6 de este mes, de eliminar la moderación o verificación de contenidos en Facebook, Instagram y Threads por parte de terceros, como hasta ahora, y su sustitución, como supuesto control, por “notas comunitarias” voluntarias, al igual que Musk decidió hacer en X.
Nadie duda de que la medida reducirá la capacidad de evitar mentiras, insultos y desinformación en esas redes.
En el vídeo con su anuncio, Zuckerberg se apropió de la retórica de Trump: “Los gobiernos y los medios tradicionales (legacy media) nos han empujado a censurar más y más”, dijo, pero “ahora tenemos la oportunidad de restaurar la libertad de expresión”. En realidad, nunca ha sido limitada, y si muchos de los mensajes eliminados por los verificadores que provinieron de las tribus republicanas extremas, se debe a que estas son las principales difusoras de falsedades y teorías conspirativas. Ahora tendrán, casi, vía libre y podrán amplificar a su antojo mensajes de división y odio.
Zuckerberg dijo, además, que eliminarán cualquier restricción a los mensajes sobre migración y temas de género. Y reconoció, con inusitada candidez, dos cosas:
1. Que “las últimas elecciones han sido un punto de inflexión cultural”; es decir, si cambian los vientos y los detentadores de poder cambiamos yo y mis empresas.
2. Que trabajará con Trump para “contrarrestar a los gobiernos alrededor del mundo que presionan por mayor censura”. Es un disparo directo contra la Unión Europea y un anuncio de que intentará utilizar el poder el gobierno estadounidense para impulsar sin fronteras sus intereses comerciales.
Previo a su entrega pública por conveniencia, Zuckerberg peregrinó hasta la residencia de Trump en Florida y almorzaron juntos el 27 de noviembre. El 12 de diciembre reveló la donación de un millón de dólares para su toma de posesión (decenas de otros empresarios también lo han hecho). El 2 de enero nombró a Joe Kaplan, conspicuo ejecutivo republicano, como director de política global de Meta, en sustitución del político liberal británico Nick Clegg. Cuatro días después, incorporó a su junta directiva a Dana White, un cercano de Trump.
Estos hechos se han encargado de demoler el mensaje tecno-redentor de Zuckerberg; también, las loas libertarias de muchos de sus pares. El Estado les estorba, excepto si lo necesitan para impulsar sus negocios. Pero la realidad es aún peor: no se trata solo de allanarse al poder estatal, como todo ciudadano debe hacerlo, sino a los ímpetus arbitrarios de un presidente dispuesto a utilizar al máximo de su poder discrecional.
La frontera traspasada es en extremo peligrosa. Al menos, las máscaras han caído.